Han dado a Chile los comentaristas la forma de un sable, por remarcar el carácter
militar de su raza. La metáfora sirvió para los tiempos heroicos. Chile se hacía, y se
hacía como cualquier nación, bajo espíritu guerrero. Mejor sería darle la forma de un
remo, ancho hacia Antofagasta, aguzado hacia el Sur. Buenos navegantes somos en
país dotado de inmensa costa.
750.000 kilómetros cuadrados. Pero esta extensión, muy mermada por nuestra
formidable cordillera, y en el Sur, a medias inutilizadas por el vivero de archipiélagos
perdidos. Es un país grande en relación con los repartos geográficos de Europa; es
un país pequeño dentro del gigantismo de los territorios americanos. Un escritor
nuestro, Pedro Prado, decía que hay que medir el país desdoblando los pliegues de la
Cordillera y volviendo así horizontalidad lo vertical. En verdad hay una dimensión de
esta índole que vale en ciertos lugares para lo económico. Las minas hacen de
nuestra montaña cuprífera y argentífera una especie de decuplicación de superficie
válida, y donde el vuelo del aeroplano fotografía metros el fantástico plegado
geológico daría millas.
Sin embargo, no es así como otros vemos el país. Hay la dimensión geográfica, hay
la económica y hay todavía la moral. Cuando digo aquí moral digo moral cívica.
También esto crea una periferia y una medida que puede exceder o reducir el área
de la patria. Patrias con poca irradiación de energía y de sentido racial, patrias
apenas dinámicas, son pequeñas hasta cuando son enormes. Patrias angostas o
mínimas que se exhalan en radios grandes de influencia son siempre mayores y
hasta se vuelven infinitas. Nadie puede echar sonda en su fondo; no puede saberse
hasta dónde alcanzan, porque sus posibilidades son las mismas del alma individual,
es decir, inmensurables.
madre al hijo, por pura filialidad. Si yo hubiese nacido en cualquier lonja terrestre,
me gustaría lo mismo al leerla. Me da un placer semejante al de una faena bien
comenzada, bien seguida y bien rematada. Me agranda los ojos como la forja que se
cumple cabalmente en la buena fragua; me aviva los pulsos expectantes como una
fiesta de regatas, hecha por hombres ganosos en un mar acarnerado y en un sol
fuerte; me serena y me conforta con su éxito ganado agriamente, como cuando he
visto la subida del metal jadeado, en los ascensores de la bocamina porque el logro
que responde al largo repecho ratifica las medidas probas en la balanza, y hace
sonreír al buen amador de la justicia. Así me gusta la Historia de Chile, como un
oficio de creación de patria, bien cumplido por un equipo de hombres cuyo capital no
fue sino su cuerpo sano y lo que el cuerpo comprende de porción divina. Me alegran
y me ponen lo mismo a batir los sentidos las demás historias nacionales heroicas.
Los espectáculos de la naturaleza son embriagantes sin que lo sean más que el de
una gesta larga de hombres entregados a preparar y a ofrecer esa soberana
producción, mixta de territorio dulce o áspero, de potencias humanas empecinadas
en gastarse y vaciarse, de ayudas naturales y sobrenaturales y de desalientos y
fervores, en turno de marejada.
Nuestra historia puede sintetizarse así: Nació hacia el extremo sudoeste de la
América una nación obscura, que su propio descubridor, don Diego de Almagro,
abandonó apenas ojeada, por lejana de los centros coloniales y por recia de domar,
tanto como por pobre.
El segundo explorador, don Pedro de Valdivia, el extremeño, llevó allá la voluntad de
fundar, y murió en la terrible empresa. La poblaba una raza india que veía su
territorio según debe mirarse siempre: como nuestro primer cuerpo que el segundo
no puede enajenar sin perderse en totalidad. Esta raza india fue dominada a medias,
pero permitió la creación de un pueblo nuevo en el que debía insuflar su terquedad
con el destino y su tentativa contra lo imposible.
Nacida la nación bajo el signo de la pobreza, supo que debía ser sobria, superlaboriosa
y civilmente tranquila, por economía de recursos y de una población
escasa.
El vasco austero le enseñó estas virtudes; él mismo fue quizás el que lo hizo país
industrial antes de que llegasen a la era industrial los americanos del Sur.
Pero fue un patriotismo bebido en libro vuestro, en el poema de Ercilla, útil a país
breve y fácil de desmenuzarse en cualquier reparto, lo que creó un sentido de
chilenidad en pueblo a medio hacer, lo que hizo una nación de una pobrecita
capitanía general que contaba un virreinato al Norte y otro al Este.
En una serie de frases apelativas de nuestros países podría decirse: Brasil, o el
cuerno de la abundancia; Argentina, o la Convivencia universal; Chile, o la voluntad
de ser.
Esta voluntad terca de existir ha tenido a veces aspectos de violencia y a algunos se
les antoja desmedida para cinco millones de hombres. Pero yo, que nada tengo de
nietzscheana, suelo pensarla, velarla y revolver su rescoldo alerta, porque el
Continente austral pudiese necesitarla en el futuro y pudiese ser ella un exceso que
sirva y salve, en trance de solidaridad continental. Depósitos de radium hay así,
secretos y salvadores.
Vamos ahora a mirar, de pasada, suelo, mar y atmósfera chilenos, en una modesta
descripción geográfica que me consentirá varias veces la disgresión emotiva, porque,
desde que Vidal de la Blache inventó una Geografía Humana, los maestros podemos
contar la tierra en cuanto a hogar de hombres, en segmentación viva de estampas
un poco calurosas.
El arreglo pacífico con el Perú nos hizo devolver, en un bello ademán de justicia, el
feraz departamento de Tacna. ,Siempre fue peruano; treinta años vivió bajo nuestras
instituciones y se mantuvo cortésmente extranjero. Lo devolvimos en cambio de la
amistad del Perú y no estamos arrepentidos. Perú y Chile vuelven a vivir tiempos de
colaboración y cooperación comercial y social, y el despejo moral que ha venido y el
intercambio económico que comienza en grande, nos pagan bien la pérdida. Arica
quedó para nosotros, racionalmente; nosotros la hicimos. Edificación, obras
portuarias y de regadío y el ferrocarril a La Paz, que es su honra y su riqueza, todo
eso ha nacido y se ha desarrollado con sangre y dineros chilenos.
Alegó Chile reiteradamente su necesidad de tener, por encima del Desierto, una zona
de aprovisionamiento, un lugar de verdura y agua que surtiese a la región desértica
en trance normal o de guerra, y por ésta y las razones anteriores, Arica se incorporó
definitivamente al país
Sigue a Arica el Desierto, que aparece en Tarapacá, que atraviesa Antofagasta y que
demora hasta el norte de Atacama. Formidable porción, de una terrible costra salina,
el más duro de habilitar que pueda darse para la creación de poblaciones. Antes de
la posesión chilena existió como una tierra maldita que no alimentaba hombres sino
en el borde del mar, y allí mismo, solamente unas caletas infelices de pescadores. El
chileno errante y aventurero, pero de una clase de andariego positivo, buen hijo del
español del siglo XVI, llegó a esas soledades, arañó el suelo con su mano avisada de
minero, halló guano y sal, dos abonos clásicos, y allí se estableció, a pesar del
infernal clima, a pesar de la posesión extraña y del argumento cerrado que hacía de
casi tres provincias una región imposible para la vida. La riqueza fue creándose; el
lugar cobrando humanidad, y vino una guerra a disputar, como tantas veces, sobre
el derecho en cuanto a posesión. Ganamos la guerra en uno de esos ímpetus, vitales
más que bélicos, o bélicos por explosión vital.
Chile creció de un golpe en un tercio más de su territorio. Pasaba a ser una potencia
del Sur la pobre colonia a que dio vuelta la espalda don Diego de Almagro.
Estas guerras nos han dado un semblante belicoso que no hemos tenido sino en el
trance mismo del choque. Si se hiciese en nuestra América agitada un balance de la
violencia, un gráfico de la sangre aprovechada o desperdiciada en los conflictos
armados, este país nuestro aparecería con un volumen mínimo, o por lo menos
pequeño, de ejercicio de armas. Los períodos de paz son largos y perfectos; los de
guerra rapidísimos y rematados de una vez por todas. Hay, eso sí, un patriotismo
vuelto religión natural y pulso sostenido de la raza. Los pacifistas respiramos hoy a
pleno pulmón y con un bienestar que se parece a una euforia. Nada de problemas
pendientes; nada de angustia por la malquerencia del vecino; ningún temor de que
la coyuntura de la necesidad o de la circunstancia, nos lance de nuevo a la faena,
siempre escabrosa y muchas veces odiosa, del pelear para vivir o para guardar la
honra. Ha habido una gran liquidación, y ya pueden trabajar, mano a mano, Chile,
Perú, Bolivia y la Argentina, porque las últimas raíces rencorosas están descuajadas
y además quemadas. La guerra victoriosa no se nos hizo ni costumbre ni jactancia
fanfarrona.
El chileno, lo que él es, lo que puede sacar de sí, el chileno en volumen y en
irradiación de energía, hay que conocerlo en la zona salitrera o en la región antártica
de la Patagonia. Llegó de climas regalones y cayó en un desierto que tiene al
mediodía una temperatura de 45 grados y en la noche las de bajo cero. Era una
terrible prueba vital y pudo con ella. En la siesta, la reverberación de fuego sobre la
pampa de sal; en la noche, la escarcha. El bienestar por la habitación racional se fue
creando lentamente. Nos cuesta ese desierto mucho dolor y lo hemos pagado según
la ley más exigente. Hemos traído el agua de beber desde unas distancias increíbles;
las aguas corrientes y la verdura humana de las tierras dulces, no las tendremos
nunca.
Le fundaron poblaciones grandes y pequeñas. Iquique y Antofagasta son ciudades
que cuentan en el Continente. Su fisonomía provisoria de establecimientos en el
Desierto cambió de pronto, pasando a ser la de unos emporios de una prosperidad
febril en los tiempos de explotación en grande, antes de que el salitre químico
viniese a hacer la competencia buena y la mala a nuestro producto. Lentamente han
ido industrializándose esas ciudades y más tarde ya vivirán sin la esclavitud de las
cotizaciones de la sal. Están plantadas tercamente,en el desierto; han conocido las
peores luchas por la subsistencia.
Arica y Antofagasta ofrecen a Bolivia salidas rectas y naturales al mar; tratados
excelentes de comercio y una cordialidad de relaciones que, dicho sea en honor de
Bolivia, nunca se rompió por completo, aseguran a las dos grandes ciudades de la
pampa salitrera su vida normal.
La explotación de las salitreras fue más dura, mucho más devoradora de vida que la
guerra. Los capitales, la nueva legislación social, defensora del obrero, y los inventos
que han suavizado mucho el laboreo, hicieron poco a poco, de unas condiciones de
trabajo mortales, una faena humana y llevadera. El "matadero de hombres" de que
hablaron cuentistas y reporteros, ha desaparecido. El desierto será siempre desierto,
pero ya está domado y acepta la vida de las familias chilenas.
Se apunta la guerra como la tónica de Chile; yo creo que hay que anotar como tal el
laboreo de la pampa salitrera. En eso dimos nuestro mayor jadeo épico, que no en
unas guerras breves, que son en la historia accidente en vez de cotidianidad, o,
como diría Eugenio d'Ors, "anécdota y no categorías"....
INTERESADOS EN LA HISTORIA, GEOGRAFIA, Y TODO LO QUE SEA REFERENTE A ESTA NOBLE PATRIA
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